La fábrica de pistoleros
La figura del pistolero (los jagunços de los libros de Jorge Amado) se remonta a la noche de los tiempos. Y en regiones como los sertões (un casi desierto que ocupa el interior del paupérrimo nordeste), el matador tiene hasta prestigio. “Un pistolero es una persona respetada. Ya vi a muchos padres de familia pasar la mano sobre la cabeza del niño y decir: este chico llegará lejos, un día será matador”, asegura Peregrina Cavalcantti, doctora en sociología en la Universidad Federal de Ceará (UFC).
En el libro Cómo se fabrica un pistolero, Peregrina hace un duro retrato de los asesinos de alquiler como Julio Santana. Y más aún: de los grandes intereses económicos que están detrás. “Hace unos meses encontraron en el estado de Pernambuco una oficina especializada que ofrecía servicios de pistoleros. En Ceará, es habitual”, asegura Peregrina. Y es que al igual que Julio Santana, que mató personas en 32 ciudades de 13 estados brasileños, existe un mercado de matadores profesionales con pasajes aéreas y gastos diarios pagados por los contratantes. “Aquí ya no es crimen organizado, es una fuente de renta”, matiza Peregrina.
Héroes venerados
El mítico escritor João Guimarães Rosa resume en una frase de su legendario Grande sertão: Vereda la ‘no ley’ de los interiores brasileños: “El sertão es penal, criminal. Si Dios viniese, vendría armado. Las que gobiernan el sertão son las astucias de los grandes”.
El hecho de que Lampião, el bandido que recorría los sertãos con su grupo armado robando y asesinando a principios del siglo XX, sea el héroe más venerado, da una idea de la fuerza mítica de los pistoleros.
Casi un siglo después del sertão que recreó Guimarães Rosa, la realidad continúa igual. O peor: no se limita a los sertãos . La pistolagem se ha extendido a todo Brasil. En 2006, en Brasil murieron 39 campesinos a manos de pistoleros de alquiler, según la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT). Y la cifra apenas incluye a los muertos en conflictos de tierra.
La muerte que más impactó a la opinión internacional fue la de la misionera estadounidense Dorothy Stang, que en febrero de 2005 fue acribillada por un pistolero en Anapú, en el sur de Pará. Pero es apenas la punta del iceberg del mercado de la muerte por encargo. En muchas ocasiones, no son muertes aisladas sino verdaderas matanzas. La masacre de Felisburgo, en el estado de Minas Gerais, el 20 de noviembre de 2004, dejó 5 muertos y doce heridos.
La masacre de Camarazal, en el estado de Pernambuco, en 1997, se saldó con dos muertos y decenas de heridos). Y la muerte de Valdimir Mota, el 21 de octubre de 2006, en el estado de Paraná, salpica a la poderosísima Syngenta Seeds (química anglo suiza), principal sospechosa de ordenar el crimen. La impunidad de pistoleros y contratantes es la tónica.
Pistoleiros, jagunços, cangaceiros. Palabras enraizadas en la historia que justifican por qué el interior de Brasil, como el sur de Pará donde murió Dorothy Stang, es conocido en la prensa nacional como far oeste.
Hace pocos meses, este reportero oyó historias descabaladas de pistoleros recorriendo en coche la carretera entre Piacabuçu y Maceió, en el estado de Alagoas. El conductor estaba especialmente orgulloso porque pertenecía a una familia de pistoleros. Historias descabaladas/inverosímiles como la de un pistolero que después de matar a varias personas trabaja en el ayuntamiento de la ciudad. O como el caso de Depe, el mejor pistolero de la región, que hizo un pacto con el demonio para ser invisible. Sus víctimas pasaban delante suyo, sin verle, antes de recibir el balazo final.