Todos somos bárbaros
Miguel Tomás-Valiente, con una novela, y Tzvetan Todorov, con un ensayo, escriben sobre el derrumbamiento de la basede la civilización, del imperio de la violencia y de la injusticia salvaje.
Tzvetan Todorov y Miguel Tomás-Valiente EFE/GABRIEL PECOT
Miguel Tomás-Valiente
Podría parecer que, a veces, los escritores y escritoras olvidan que la literatura existe para algo más que para contar pequeñas historias o grandes obsesiones. Que la literatura es una herramienta para hacernos saber lo que nos dignifica, más allá de un par de elementos bien orquestados capaces de levantar el sentimentalismo más eficaz y embriagador. Que la novela no es un producto adulador dispuesto a mostrar personajes verosímiles con otras visiones del mundo. En El hijo ausente (451 Editores), Miguel Tomás-Valiente ha preparado una ficción brava sobre la que atraviesa la sombra de un hecho trágico personal, que él mismo reconoce como decisivo en su escritura: el asesinato de su padre, el jurista e historiador Francisco Tomás-Valiente, a manos de ETA, en 1996, en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid.
Es la primera novela que escribes”, le apuntamos. “Es la primera novela que acabo”, nos devuelve. “He escrito cuentos, relatos, he estado dando vueltas alrededor de algo que no sabía qué era hasta que encontré esto, que es algo difícil de mirar, porque detrás de todo está la muerte de mi padre y mi enfermedad como consecuencia”, cuenta con calma. Miguel habla bajito, mide lo que dice, pero es un vehemente sin remedio. Él sabe de bárbaros, no los ha visto cara a cara y precisamente eso es lo que martiriza al protagonista de su novela: “Creo en el ser civilizado, aunque no en la civilización. Me pregunto a través del personaje por qué no se permite la venganza, por qué es incapaz de buscar y matar a aquellos que han matado a su mujer”. Su protagonista es un juez que decide huir lejos de un mundo que no entiende. Antes de abandonarlo todo, incluso a su hijo, decide dejarle una carta en la que cuenta su historia y el porqué de la drástica medida. Ese es el hijo ausente, el que no podrá disfrutar de su padre, un ser civilizado martirizado por una acción bárbara.
Terapia por escrito
Miguel no ha acudido a la épica en ninguna de sus representaciones. No hay nada que admirar, no hay nadie a quien seguir. Es un tipo al que el instinto se le ha colado por las rendijas de la humanidad. Y a quién no. Un ser hundido por un atentado que iba dirigido a él y que acabó con la vida de su mujer. Incapaz de ser feliz, ni de seguir para adelante, no soporta su incapacidad para no matar al que mató a su esposa. Alguien que encuentra en la escritura un método para superar el dolor, el mejor tratamiento posible. La escritura como terapia para alejar la depresión. O como dice María Zambrano, “lo que no se puede decir, se puede escribir”. Tomás-Valiente añade: “Yo escribo por necesidad íntima”. Nunca antes tantas semejanzas entre la vida del autor y la vida de su personaje, nunca antes tanta cercanía entre lo que ocurrió y lo que se le ocurrió. “La escritura es un proceso de tratar de explicarse las cosas que ocurren fuera”, dice, de nuevo, Miguel. Nunca tanta verosimilitud.
“Nos gustaría que la gente capaz de matar por fanatismo, por envidia, por dinero, por poder, por lo que sea, nos gustaría que todos ellos estuvieran muertos. Pero no los podemos matar… Seríamos bárbaros”, es la paradoja a la que debemos someternos, una de las conclusiones del libro. La civilización se pone en entredicho, la confianza en la justicia lo mismo, y el impulso a rechazarlo todo y tomar la justicia por tu cuenta está muy cerca. “La novela y yo somos pesimistas”, reconoce el autor, “no le veo solución a la civilización, al mundo, ni a la humanidad. Sólo confío en algunos individuos. Hay que inventar y reinventar la justicia hasta que desaparezca”, lo dicho, vehemente y agrio, como su libro.
Aun así nos aventuramos a la esperanza y le planteamos que si la escritura es terapia, ¿el arte podría llegar a ser un elemento curativo contra la barbarie? “El arte no sirve para nada. Sólo sirve para disfrutar. Para concienciar a la gente y para cambiar el mundo, no hay nada de nada”. “El arte no es un arma cargada de futuro”, remata porque está convencido de que no escribió El hijo ausente para cambiarle la conciencia a algún lector.
Ni una revolución más
Fue el escritor y amigo Julio Llamazares el que le dio el título y la idea para que el hijo tuviera más relevancia en este relato, en el que se funde la tragedia de un atentado, con el drama de una situación política nacional sin resolver. Tomás-Valiente lo hizo haciendo desaparecer al hijo, y dirigiéndole la larga carta de su padre, en la que se incrustan los pensamientos más crudos: “La Transición dará lugar a una democracia de mierda por ese afán de no hacer justicia, de olvidar…”. Y en otro momento: “No podemos, no hemos podido traer la república; no podemos ni soñar en cambiar la política intervencionista yanqui, y de conseguir una humanidad más justa, ya ni te cuento”. Así que es momento de preguntar al autor: ¿Cuáles son las revoluciones que nos quedan por emprender? “Ninguna, ya está todo perdido”.
A estas alturas del encuentro, ha quedado claro que las esquinas de Miguel son ásperas, y que al fondo de la novela tampoco asoma la luz. Costará derrotar al bárbaro: “La civilización pasa por reprimir la barbarie y los impulsos de tomarte la justicia por tu mano. La barbarie es creer a ciegas que uno tiene la razón y soy el que dicta lo que ha de ser. Y si me molestas, te mato. Pero una vez burlada la justicia, ya sólo queda el caos sin solución”, apunta.
“Él no es de este mundo, no encuentra lugar aquí”, explica Tomás-Valiente sobre su personaje para aclarar el porqué de su huida. “Nunca he pensado que huir sea de cobardes”, vuelve a hablar de sí mismo. Desde luego, esta novela no es la ilusión de un gallina.
Tzvetan Todorov
Tzvetan Todorov nunca eleva la voz, aunque sus palabras sean terribles. Tras la II Guerra Mundial y el Holocausto, nos dijeron que nunca más podría ocurrir, como si supiéramos con seguridad distinguir entre el bien y el mal. Ser demasiado ingenuo tiene, sin embargo, un peligro: arriesgarse a que el horror vuelva a ocurrir. Porque “la barbarie nunca ha desaparecido; está en cada uno de nosotros”. Eso es lo que ayer afirmó el filólogo francés en la presentación de su último libro, El miedo a los bárbaros (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores).
El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros. El miedo se convierte en peligro para quienes lo sienten”, sentencia Todorov en su libro. En lugar de bárbaro, es fácil imaginar la palabra terrorista o Estados Unidos. La seguridad es, sobre todo desde los atentados del 11-S, una obsesión de occidente. “Hay que defenderse, por supuesto”, explicó ayer Todorov, aunque “la obsesión y el miedo constante pueden causar daños más importantes”.
Humanos incompletos
Escuchar a Todorov lleva a ser pesimista. “La barbarie no es la falta de educación o no ir al teatro, sino una manera de tratar a los demás como humanos incompletos”, apuntó el filólogo. No hace falta entonces una dictadura –“régimen altamente bárbaro”– para cometer barbaridades. “Existe un potencial de barbarie por todas partes, no hay distinción entre bárbaros y virtuosos”.
Todorov fue bárbaro y vivió la barbarie. Nació en 1939 en Sofia, Bulgaria, que se convertiría en una dictadura estalinista. Todorov era un intelectual y pudo ir a Francia, donde reside desde 1963. Desde la barbarie del Estado hasta la barbarie lingüística en una democracia.
Su vida y sus experiencias –Todorov es uno de los intelectuales europeos más influyentes– le permiten saber que “no hay que permitir que el miedo desempeñe el papel de pasión dominante. Estamos a tiempo de cambiar de orientación”. En Europa “hay que abogar por la diversidad, aunque lo que caracteriza la identidad europea no es sólo la aceptación de esa pluralidad sino también reglas comunes que permiten vivirla”, aclaró.
A tres días de recibir el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, el mensaje de Todorov está claro: “La máxima tolerancia necesita un zócalo que permita condenar la intolerancia”. De ahí sus dudas respecto a juzgar la Historia: “Resolver con leyes cuestiones del pasado es una empresa condenada al fracaso”, dijo ayer. ¿Quedará el franquismo impune?