Un rey con orden de caza y captura
Ricardo I Corazón de León fue traicionado por su hermano Juan y por sus antiguos socios en la Tercera Cruzada

JÚPITER - Audaz y valiente, su melena rubia le procuró el apodo de ‘Corazón de León’.
Año de nuestro señor de 1192. El Papado y el Sacro Imperio Romano Germánico rivalizan para asumir la dirección espiritual de la cristiandad. Mientras, la Francia de Felipe Augusto y la Inglaterra de Ricardo I Corazón de León se disputan influencias, territorios y alianzas. Sin embargo, todos se unen para librar la Tercera Cruzada, convocada esta vez por el papa Gregorio VIII con la pretensión de liberar los territorios en los que un día predicó Jesús de Nazaret.
Hijo de Enrique II y la duquesa Leonor de Aquitania, el exquisito y apuesto Ricardo se proclamó rey tras la muerte de su padre, en 1189. Dos años después partió a Jerusalén, donde su audacia en combate le convirtió en un gran paladín, el perfecto caballero medieval. En su camino se encontró con el poderoso Saladino, el sultán que años antes había humillado a los cruzados.
La batalla entre ambos, librada en Acre, se decantó del lado cristiano y los pendones europeos se izaron en la ciudad. Ondearon las banderas de Ricardo I de Inglaterra y de Felipe II de Francia, que ya se habían acordado el reparto del botín. A ellos se sumó un tercer estandarte, el de Leopoldo V, duque de Austria, quien consideraba que merecía una parte semejante por sus esfuerzos en batalla. Mientras, la sucesión por el trono de Acre pasaba por el candidato de Ricardo, Guy de Lusignac, y por el de Felipe, Conrado de Montferrato. Ricardo se impuso, derribó la bandera germana, y Felipe y Leopoldo, furiosos, se marcharon con sus tropas.
Ricardo se quedó solo, sin aliados, para iniciar el asedio la ciudad de Jaffa, desde donde podría lanzar un ataque contra Jerusalén. Gracias a la ayuda de caballeros Hospitalarios y Templarios, ganó la batalla y acabó con el mito de que Saladino era invencible.
En agosto de 1191 se libró la gran batalla entre Ricardo y el sultán, en la que el inglés, en inferioridad, resultó vencedor. "Con la paz, la peregrinación cristiana regresó a Tierra Santa y la musulmana a las mezquitas de La Meca", recuerdan Michèle Brossard-Dandré y Gisèle Besson en la biografía Ricardo Corazón de León: Historia y Leyenda (Siruela).
La traición germana
Ricardo, triunfal, preparó el regreso a casa pese a las advertencias de que su hermano Juan y Felipe de Francia conspiraban contra él para capturarlo y arrebatarle el trono. Escapó disfrazado como caballero Templario, pero el mal tiempo desvió su flota a la costa adriática, lo que le obligó a atracar en Corfú, en las islas del emperador bizantino Isaac II Ángelo. Este le pidió la anexión de Chipre a cambio de su protección, pero Ricardo prefirió huir a negociar. Su nueva ruta, esta vez terrestre, le llevó hasta Viena, donde fue reconocido a pesar de su disfraz de peregrino. Unos testimonios aseguran que fue culpa de su anillo. Otros historiadores apuntan a su insistencia en comer pollo asado, una delicadeza propia de la aristocracia. Leopoldo V, que no olvidaba su humillación, lo acusó de la muerte de Conrado y lo envió a Enrique VI, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. "Nací con un rango que no reconoce ningún superior que no sea Dios", respondió el rey británico.
Abandonado a su suerte por los franceses, que preferían a su hermano Juan, el Papa Celestino III tampoco movió un dedo a su favor. Para pagar su liberación, la madre y la esposa del rey se empeñaron con prestamistas hebreos para conseguir los 150.000 marcos que pedían por él, una cantidad cinco veces el ingreso anual de la corona inglesa. Tardaron dos años pero, tras confiscar los tesoros de las iglesias y el Estado, Ricardo fue liberado. "Cuídate, el demonio anda suelto", le dijo Felipe a Juan. Ricardo sometió a su hermano traidor y confió Inglaterra al arzobispo Hubert Walter. Marchó a Francia a reclamar sus tierras, donde murió en 1199, en el asedio del castillo de Châlus. Una flecha le atravesó, pero él, bravo, se la arrancó... provocando una infección que acabó con su vida días después.
Un sistema eficiente en lo militar y en lo espiritual
Las cruzadas eran convocadas a iniciativa del pontífice, que dictaba una bula papal. Frente a las pretensiones imperiales y el resurgir de las monarquías nacionales, el Papado encontró en las cruzadas una oportunidad ideal para afirmar su autoridad y extender la cristiandad. Así, perfeccionó un sistema eficiente tanto en lo militar y en lo espiritual para premiar a los guerreros que daban su vida en su lucha contra el infiel. "Cesad, pues, de dar muerte a vuestros hermanos, e id más bien contra naciones extranjeras y combatid por Jerusalén", escribió el Papa Urbano II en 1095. Ese año se presentaron miles de personas ansiosas por participar en aquella obra de salvación colectiva. Los reconocimientos se concedían mediante signos externos (la cruz) y mediante otros privilegios como indultos o moratorias en el pago de deudas. Mientras, los estados implicados se veían beneficiados por los crecientes intercambios comerciales entre Europa y el Oriente latino.